Hace muchos años, Bertrand Tavernier dirigió una innovadora y ambigua película de ciencia ficción titulada La muerte en directo. En ella se hacía una dura crítica al mal uso de los medios de comunicación hacia el que se encaminaba la sociedad de la época (eran los años setenta) pero se barajaban ya temas tan de actualidad como la perversión social a través de los medios y “deshumanización frente a un mundo ávido de una nueva pornografía” (en palabras de uno de los personajes del filme). En él, una mujer con una enfermedad terminal se ofrecía para que sus últimos meses de vida fueran filmados por un programa de televisión. Tras hacerse famosa y tomar conciencia de la verdadera repercusión de su decisión decide rehusar la oferta, pero el interés suscitado es tal que un periodista decide implantarse una cámara en su cerebro y retransmitir en directo, sin el conocimiento de ella, sus últimas semanas de agonía. ¿No os recuerda a algo esta película? Creo que todos recordamos como una ex-concursante del Gran Hermano Británico, Jade Goody, famosa y controvertida en su país pero una absoluta desconocida para el resto del planeta, adquirió relevancia mundial cuando decidió vender sus últimos meses de vida. Tras fallecer, su representante la definió como “la primera estrella mundial de la telerrealidad“. ¿Nos hemos convertido los periodistas en ‘fotógrafos del pánico’? ¿Tanto vende la muerte? ¿Cómo a un antropófago, Zhu Yu, pudo cedérsele una franja de prime time en un canal británico para que en directo protagonizara un espectáculo de canibalismo en el que supuestamente se comía el feto de un bebé muerto? ¿Dónde está el límite? ¿Hay límites o la globalización y el interés economicista los desdibuja?
Pero los medios patrios no se quedan atrás. Son muchos los espacios y las horas de programación que se le dedica a la muerte, un tema con el que los ánimos se exacerban llegando incluso a situaciones kafkianas de un paroxismo incomprensible. Todos conocemos el caso de las niñas de Alcàsser, el asesinato de Rocío Wanninkhof, el crimen de la joven Marta del Castillo o el reciente fallecimiento de Antonio Puerta, el agresor del profesor Jesús Neira que tanto dio que hablar. Me abruma que actos así se sigan cometiendo, pero no me asusta menos que los medios de comunicación hagan de una tragedia un espectáculo sin límites. Con el caso Alcàsser las cadenas privadas de televisión compitieron por colocar sus programas en la órbita de los más vistos, llegando el máximo nivel de perversión el día en que descubiertos los cuerpos de las niñas, una excelente, pero a partir de entonces denostada Nieves Herrero, realizó uno de los más macabros directos que jamás he visto en un perverso intento por cubrir la noticia hasta en su momento más devastador.
Por desgracia en la mayoría de los medios de comunicación en los que podremos ejercer nuestra futura profesión se ha producido un axiomático deterioro de sus contenidos. Ni el código de autorregulación del 2004, planeado entonces como el bálsamo de Fierabrás a toda la basura que inundaba la televisión ni algunos intentos por reconducir la programación hacia contenidos menos perniciosos han conseguido desterrar la telebasura hacia plantas de reciclaje informativo. Porque al igual que la basura se recicla, estos espacios se reciclan a sí mismos, se reconvierten, renacen y acaban siendo el mismo perro con diferente collar. Da igual que un programa se llame “Rojo y Negro” o “De tú a tú” y que entre ambos hayan transcurrido diecisiete años, o si entramos en el mundo del colorín y del amarillismo “Aquí hay tomate” o “Sálvame”. La telerrealidad, la McTV o telebasura, llamada así por su similitud con otro fenómeno concomitante como es la comida basura, siguen llenando franjas horarias completas con programas de sucesos de múltiples formatos.
En ellos, periodistas, pseudoperiodistas, personajes notorios que devienen en colaboradores e invitados buscan entre vísceras los entresijos de la noticia de actualidad y todo ello explotando el morbo, el sensacionalismo y el escándalo a base de reduccionismo y demagogia y amparándose en el derecho a la información del ciudadano en aras de satisfacer un falso interés general, el de la audiencia. Los contenidos de estos programas son epidemias comunicativas, virus mediáticos, que invaden la agenda informativa de los ciudadanos, plagada de bufones como los que aludía Vargas Llosa, o de acontecimientos puntuales o interlocutores de cartón piedra que rellenan huecos en la parrilla hasta que dejan de tener vigencia y otros ocupan su lugar. No importa tanto lo que se cuenta, sino que sea entretenido y que enganche al telespectador, la televisión se convierte en el nuevo “opio del pueblo” manteniéndolo pegado a la pantalla y aplicando, si es necesario, el “less objectionable program”, es decir, rebajar el nivel de exigencia y atención del espectador para poder llegar al mayor espectro posible de ellos. Y esto no es nuevo, Lope de Vega ya lo argumentaba hace siglos: “si el vulgo es necio es justo hablarle en necio para darle gusto”.
La pega de la telebasura no es que exista, ni que se reverencie a personajes sin notoriedad profesional alguna o se recurra a productos de flujo de dudosa calidad. El verdadero inconveniente no es lo que se emite, quien no quiera verlo no tiene más que cambiar de canal, apagar el televisor o leerse un libro, el problema es lo que se deja de emitir, porque se reducen las posibilidades de elección del ciudadano y aquí entramos en "la pescadilla que se muerde la cola”. Si zappeo y en todos los canales emiten un programa de formato similar y me apetece “ver la tele” seguro que alguno de ellos veré, aunque no me interese lo más mínimo. Y para concluir, me gustaría citar una última película, El show de Truman, creo que de sobra conocida por todos. Cuando el protagonista, Truman, decide acabar con el show televisivo que ha enganchado a medio planeta y abandona el set del programa, uno de los telespectadores coge el mando y pregunta a quien tiene a su lado: ¿Qué ponen ahora? Miraré en el Teleguía.

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